jueves, 8 de septiembre de 2011

02 - Primera experiencia, pero sin enterarme de su trascendencia real.

La escuela pública de mi infancia y adolescencia estuvo marcada por algunos hechos que a las generaciones actuales les parecerán inverosímiles.

Por ejemplo, no existía la hoy tan natural y corriente co-educación sino, al contrario, una drástica segregación por sexos en las aulas, en las escuelas y en todas las instituciones educativas en general, por lo que en todas las clases, parvulario incluido, su alumnado estaba exclusivamente constituido por niños o bien por niñas, según si el centro era "masculino" o "femenino". En los centros de cierta dimensión que permitían por su estructura una separación efectiva de niños y niñas, podía haber clases de niños y clases de niñas bajo el mismo techo, pero nunca compartiendo ningún espacio común desde la misma entrada al centro. Ni pasillos, ni auditorios, ni patios, ni nada. No se rompía esta rígida separación hasta llegar a la Universidad o a otro tipo de estudios superiores, independientemente de que se tratara de instituciones públicas o privadas.

Otra cosa digna de mención era la asignatura "Formación del Espíritu Nacional" (F.E.N.) que no era más que el adoctrinamiento en las consignas del llamado "Partido único", que simplificaremos bajo el nombre de "Falange", denominación que con los años se transformaría en la más oficial de "Movimiento".

Este adoctrinamiento de los alumnos, junto a la implacable depuración de posguerra del cuerpo de Maestros Nacionales, que en muchos casos se saldaba con expulsiones del cuerpo o traslados forzosos, cuando no con penas de cárcel o peores por la justicia militar, creaban un ambiente en el que no cabía libertad de ningún tipo. Además, a aquellos maestros que acreditaban haber luchado en el bando triunfador de la guerra civil se les sumaban más "puntos" en los procesos de promoción dentro del escalafón del cuerpo, con lo que conseguían superar a otros compañeros que solamente podían sumar puntos por su carrera pedagógica. Generalmente, algunos de aquellos maestros además de obtener las mejores plazas en virtud de sus méritos de guerra, una vez en su puesto ejercían de censores y vigilantes de la ortodoxia dentro de la escuela a la que estaban destinados.

No debe desdeñarse el papel de la Iglesia en todo esto. Con la mayor parte del clero y especialmente su cúpula jerárquica bien arrimados al bando vencedor, su intervención en todos los ámbitos de la vida social incluía también el de la educación. Así, en todo tipo de escuelas, públicas o privadas, la asignatura de Religión era obligatoria, como eran obligatorios muchos otros rituales de la religión católica, apostólica y romana, de los que citaré a título de ejemplo el rezo del rosario en clase una vez por semana, hacer la primera comunión, la confirmación, asistir a la misa dominical sobre lo que éramos debidamente interrogados el lunes siguiente, seguir en la escuela el ciclo religioso de los primeros viernes de mes, celebrar el mes de María (mayo) y cualquier fiesta o conmemoración religiosa, confesar, comulgar, etc.

Pero no siempre era todo tan lúgubre o gris como parece cuando lo cuento puesto que, afortunadamente, la aplicación de todas estas imposiciones y restricciones en la escuela recaía, como no podía ser de otro modo, en las personas que estaban a cargo de "desasnarnos", algunas de las cuales, aunque estaban obligados a seguir a rajatabla multitud de reglas impuestas por la superioridad, con su buen hacer de maestros verdaderamente profesionales conseguían que todo fuera más llevadero y casi siempre nos hacían disfrutar a muchos del placer de aprender, por encima de la obligatoriedad de plegarse a muchas consignas que hoy vemos como absurdas y que barrunto que entonces, aunque no tuvieran más remedio que cumplirlas y alabarlas, también veían así la mayoría de aquellos profesionales de la enseñanza con los que me cupo el honor de compartir ocho años de mi vida, o al menos tengo esta percepción de aquéllos que conocí más directamente.

En mi caso, tuve la suerte de ir a parar a una Escuela Nacional, como se decía entonces, que por su ubicación, singularidad, luminosidad, grandes patios y espaciosas aulas era como un oasis dentro de la precariedad imperante en aquellos tiempos en todos los ámbitos. Formaba parte de un conjunto de construcciones escolares planificadas e iniciadas durante la dictadura del General Primo de Rivera e inauguradas durante la República, que se volcó en dotarlas de todos los medios humanos y materiales necesarios, incrementados en el caso de Barcelona por el Patronato Escolar municipal. De todo aquello, al menos quedaba entonces el edificio y algo de material didáctico, si bien se había expurgado todo rastro de libros, cuadernos o impresos en catalán o bien de autores no afines al régimen. Era el Grupo Escolar ..., que todavía ocupa una bonita manzana de la Diagonal de Barcelona, a la derecha del Ensanche.

Pues bien, en este marco se desarrolló mi etapa escolar inicial sin muchas cosas dignas de mención, hasta que a los diez u once años, estando en la clase del señor G., me asignaron un nuevo compañero de mesa que había llegado ya empezado el curso, bastante más mayor que yo, no sé cuanto. En aquellos tiempos, era normal que por efectos de la propia migración interior catalana a las grandes ciudades o de la proveniente de fuera de Cataluña, se produjera un goteo de nuevas incorporaciones a la clase durante el curso, normalmente de chicos con muy poca instrucción, lo que significaba que estos nuevos alumnos se incorporaran a un curso (grado) de su nivel en el que el resto de los alumnos teníamos dos o tres años menos que el recién llegado, lo que planteaba a veces algún problema de convivencia. Aquel muchacho ciertamente estaba en este caso, pero no era un chico problemático por su conducta.

Nuestro profesor tenía la costumbre de dejarnos un tiempo libre dentro de la clase, calculo que un cuarto de hora o así, independientemente de la hora del patio. En aquel rato podías hacer lo que quisieras, cambiarte de sitio para estar con otros compañeros, contarnos historias imaginarias ("aventis" las llamábamos) o chistes, dibujar, lo que quisiéramos. Mi compañero me convenció para que me quedara "a jugar" con él y cada día jugábamos a un juego de su invención consistente en que uno de nosotros (siempre era yo el primero) se quedaba absolutamente quieto cuando el otro decía "ya" y entonces, el otro le tocaba por donde quisiera sin que el primero pudiera moverse. Parecía un juego de cosquillas pero, naturalmente, él enseguida ponía su mano sobre mi polla, lo que me provocaba una erección instantánea, me la frotaba continuamente (todo ello siempre por encima de la ropa) y a mi me daba un gusto tremendo aunque no eyaculaba, aún no podía. La segunda parte del juego era que yo repitiera con él los mismos movimientos que él había practicado conmigo, a lo cual me aplicaba lo mejor que sabía sobre una polla que me parecía monstruosa a través de la ropa. Está claro que se "aprovechaba" de mi, pero yo lo disfrutaba mucho. Un día estuvo a punto de sacármela a tomar el aire pero yo no le dejé por miedo a que nos viera el maestro. Así, gracias a aquellas reglas del juego ideado por él (y parecía tonto el chico...) tampoco tuve que sacársela. Ahora imagino que si me la llega a sacar, yo hubiera tenido que hacerle lo mismo a él y quién sabe si me hubiera pedido algo más, aprovechándose de mi patente inocencia.

Me maravilla que nadie nos viera durante todos los días que duró este juego con sus múltiples variantes de tocamientos, imprimiendo movimiento rítmico a la mano, apretando la punta, agarrando el tronco, acariciando los huevos, ... ¿O quizá sí? Porque no recuerdo muy bien cómo ni cuándo, cambiaron de sitio a mi compañero, a pesar de que lo habían puesto expresamente a mi lado para que yo le enseñara en lo medida de lo posible. ¿Quizá aquel buen maestro se dio cuenta de que era aquel chico el que me estaba enseñando a mí muchas más cosas que yo a él? Es posible, pero nunca me dijo nada.

Al poco, el chico desapareció. Quizá su familia emigró a otro lugar, quizá lo cambiaron de escuela, no lo sé. Pero siempre lo recordaré como un buen chico con una libido desatada de la que me hizo participar, según lo veo hoy, como su juguete y que me descubrió multitud de nuevas sensaciones que poco a poco aprendí a recrear por mí mismo desde entonces.

Sin embargo, aquel despertar sexual todavía no se configuró en mí en toda su auténtica dimensión. Lo asumí como un juego divertido, pero limitado a mí mismo, pensando que era algo que solamente conocía yo, que solamente me pasaba a mí y de lo que, por lo tanto, no hablaba con nadie. De hecho, ni la inconmensurable presión religiosa que se ejercía sobre nuestras mentes, basada en el supuesto pero aceptado axioma de que todo era pecado, me hizo pensar que aquello también lo fuera. Era, simplemente, un bonito y agradable juego que, eso sí, había que practicar a escondidas.


4 comentarios:

  1. Casi parece que hayas relatado una de las experiencias de mi infancia, aunque en mi caso, en un escenario menos lúgubre, ya que me pilló en los últimos días de la dictadura franquista, pero que a pesar de ello, aún boqueaba.

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  2. La verdad es que me da la impresión de que no debemos ser los únicos en Barcelona a los que les haya pasado algo así.
    Por cierto ¿has dejado de ser (el único) seguidor de este blog? :-(

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  3. No. En absoluto.
    Sigo siendo seguidor. Por?

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  4. Nada, nada, ayer no salías en el margen derecho, pero hoy veo que vuelves a salir. No sé porqué.
    Misterios de Google.

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